En mis días de juventud me impactaron mucho las dos partes de Iván el Terrible, de Serguéi Eisenstein. No fueron obras de simple ficción histórica, sino que reflejaron una forma de pensar y una crítica social más o menos velada. Iván IV (1530-1584) es un personaje histórico que es considerado por numerosos historiadores como el padre de la Rusia actual. La primera parte de la película se estrena hacia 1944 (algunas fuentes consultadas lo datan un año más tarde), en un momento en el que la Unión Soviética está ganando la Segunda Guerra Mundial y el cine exalta el nacionalismo más belicoso.
En este contexto, encontramos numerosas referencias en las que Eisenstein sugiere una identificación cada vez más estrecha entre el zar y el dictador Iósif Stalin. Una analogía que queda patente en la segunda parte de la película. En ella, se nos muestra a un dirigente obsesionado con el poder, las conspiraciones y la grandeza de Rusia. El zar permanece impasible ante la sangre de sus enemigos, incluyendo a sus propios familiares.
Desde el punto de vista político, quisiera destacar un momento de la primera parte de la película. Se trata de sus inicios, que reflejan la coronación del zar. Antes de conocer al protagonista, nos encontramos con tres planos algo groseros en su contenido, pero que reflejaron el pensamiento soviético del momento.
Por un lado, el miembro central de un grupo de diplomáticos extranjeros, quizá polacos o germanos, señalan que el príncipe de Moscú no tiene derecho al título de zar. En el segundo plano, tres hombres con gorgueras enormes —quizá diplomáticos o juristas— señalan que Europa no reconocerá a nuestro protagonista como zar. En un tercer plano, vemos a dos hombres. Uno de ellos, el de la izquierda, porta gafas y ofrece una mirada astuta. Su comentario a su acompañante es burdo, pero significativo: “Si es fuerte, le reconocerán”.
El mensaje es claro y justifica al zar. Dan igual las leyes, las religiones y la tradición. Si el gobernante es fuerte, acabará siendo reconocido. El mensaje propagandístico es claro. Hay países que no reconocen a la Unión Soviética. Pero si la fuerza está de su parte, tendrán que darle su lugar. Y eso es exactamente lo que ocurre por esas fechas, en las que los mismos que hacía tan poco negaban y combatían a la Unión Soviética se veían obligados a sentarse con Stalin.
Si volvemos la vista a los tiempos que nos están tocando vivir, la lección vuelve a tener plena actualidad. El multilateralismo y el Derecho Internacional parecían haber acabado con estas lógicas medievales. Sin embargo, el trumpismo ha quebrado las normas que nos habíamos dado. Y está siendo un buen negocio… para algunos. A pesar del rechazo de una buena parte de Occidente, Trump y sus acólitos en Italia, Argentina, Israel y otros países están adquiriendo un poder creciente, espoleados por los excesos del movimiento woke.
Estados Unidos ya suma 50.000 millones de dólares en aranceles con escasas pérdidas, Israel ha hecho y deshecho en Oriente Próximo cobrándose miles de vidas por delante y Giorgia Meloni, que dirige a una de las principales economías de la UE, continúa con su estrategia de dividir el Continente. Todo ello, mientras la “Riviera de Gaza” pasa de ser un chiste macabro a un proyecto inquietante.
En definitiva, frente a la civilización de la multilateralidad y el Derecho Internacional —en ocasiones hipócrita, no lo negamos—, vivimos un retorno a la idea primitiva de la legitimidad de la fuerza.
Haereticus dixit
En este contexto, encontramos numerosas referencias en las que Eisenstein sugiere una identificación cada vez más estrecha entre el zar y el dictador Iósif Stalin. Una analogía que queda patente en la segunda parte de la película. En ella, se nos muestra a un dirigente obsesionado con el poder, las conspiraciones y la grandeza de Rusia. El zar permanece impasible ante la sangre de sus enemigos, incluyendo a sus propios familiares.
Desde el punto de vista político, quisiera destacar un momento de la primera parte de la película. Se trata de sus inicios, que reflejan la coronación del zar. Antes de conocer al protagonista, nos encontramos con tres planos algo groseros en su contenido, pero que reflejaron el pensamiento soviético del momento.

Por un lado, el miembro central de un grupo de diplomáticos extranjeros, quizá polacos o germanos, señalan que el príncipe de Moscú no tiene derecho al título de zar. En el segundo plano, tres hombres con gorgueras enormes —quizá diplomáticos o juristas— señalan que Europa no reconocerá a nuestro protagonista como zar. En un tercer plano, vemos a dos hombres. Uno de ellos, el de la izquierda, porta gafas y ofrece una mirada astuta. Su comentario a su acompañante es burdo, pero significativo: “Si es fuerte, le reconocerán”.
El mensaje es claro y justifica al zar. Dan igual las leyes, las religiones y la tradición. Si el gobernante es fuerte, acabará siendo reconocido. El mensaje propagandístico es claro. Hay países que no reconocen a la Unión Soviética. Pero si la fuerza está de su parte, tendrán que darle su lugar. Y eso es exactamente lo que ocurre por esas fechas, en las que los mismos que hacía tan poco negaban y combatían a la Unión Soviética se veían obligados a sentarse con Stalin.
Si volvemos la vista a los tiempos que nos están tocando vivir, la lección vuelve a tener plena actualidad. El multilateralismo y el Derecho Internacional parecían haber acabado con estas lógicas medievales. Sin embargo, el trumpismo ha quebrado las normas que nos habíamos dado. Y está siendo un buen negocio… para algunos. A pesar del rechazo de una buena parte de Occidente, Trump y sus acólitos en Italia, Argentina, Israel y otros países están adquiriendo un poder creciente, espoleados por los excesos del movimiento woke.

Estados Unidos ya suma 50.000 millones de dólares en aranceles con escasas pérdidas, Israel ha hecho y deshecho en Oriente Próximo cobrándose miles de vidas por delante y Giorgia Meloni, que dirige a una de las principales economías de la UE, continúa con su estrategia de dividir el Continente. Todo ello, mientras la “Riviera de Gaza” pasa de ser un chiste macabro a un proyecto inquietante.
En definitiva, frente a la civilización de la multilateralidad y el Derecho Internacional —en ocasiones hipócrita, no lo negamos—, vivimos un retorno a la idea primitiva de la legitimidad de la fuerza.
Haereticus dixit
RAFAEL SOTO ESCOBAR
FOTOGRAFÍA: DEPOSITPHOTOS.COM
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