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Aureliano Sáinz | Castigos colectivos

No sé si las nuevas generaciones han pasado por la lección de sufrir en las aulas lo que son los castigos colectivos, esas experiencias de abiertas injusticias que décadas atrás se practicaban de manera frecuente, y que quienes las conocimos sentíamos con rabia la arbitrariedad con la que actuaban algunos de los que, curiosamente, tenían como función la de educarnos en valores que nos formarían para nuestro futuro como adultos.


El esquema es bastante sencillo: cuando no se sabía quién había realizado alguna ‘fechoría’ en la clase se apelaba a que, de alguna manera, se denunciara. Si no se lograba dar con el autor o autores, se acudía al castigo colectivo, haciendo ver que todos éramos culpables, ya que se suponía que la conocíamos pero que intencionadamente callábamos.

Esta manera de actuar era, a fin de cuentas, una derivación de la que los historiadores nos han descrito de distintas culturas en las que se aplicaba socialmente el castigo colectivo como signo más de venganza de que justicia, dado que el delito individual se trasladaba a la familia.

Leyendo un artículo de Benoît Bréville, director de Le Monde diplomatique, compruebo que el castigo colectivo en la antigua Grecia era uno de los peores que se aplicaba en caso de asesinato político o de alta traición, dado que la asamblea de ciudadanos podía aplicar la denominada kataskapkë con la destrucción de la casa del culpable y la condena de su familia al exilio.

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De este modo, “el más pequeño de sus bienes tenía que ser reducido a polvo para evitar que fueran vendidos o intercambiados, e incluso se llegaba a desenterrar y arrojar fuera de la ciudad los huesos de sus antepasados”, comenta el actual director de la prestigiosa revista francesa.

Por su parte, el historiador británico Walter R. Connor nos explica que en la China imperial durante siglos se aplicó el principio de “ejecución del clan”, es decir, la liquidación de la familia de determinados criminales. Todo el linaje podía convertirse en objetivo, incluida la familia política e incluso otros allegados. Así, por ejemplo, el erudito Fang Xiaoru, acusado de cuestionar la legitimidad del emperador, fue asesinado en 1402 junto con todo su entorno, desde sus sobrinos hasta sus alumnos y amigos: un total de 873 personas.

Estas condenas, tan corrientes en la Antigüedad y la Edad Media, ahora nos parecen sanciones bárbaras, dado que la justicia actual se basa en el principio de responsabilidad individual, por lo que los castigos colectivos hacia la población civil en conflictos bélicos están considerados como “crímenes de guerra”, por lo que nadie puede ser condenado por algo que no ha cometido.

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Sin embargo, y durante décadas, en Palestina los terribles castigos colectivos parecen no tener fin, dado que los distintos gobiernos de Israel arrasan las casas de los palestinos que han acusado de terrorismo, incluso antes de toda condena judicial, con el único objetivo de la humillación, la venganza y la intimidación. Pero no solo los que viven en Cisjordania, sino también los residentes en la parte Este de Jerusalén pueden perder su permiso de residencia por actos que hubiera cometido un allegado.

Según nos apunta Benoît Bréville en su artículo, “como muchos Estados en guerra, el ejército de Tel Aviv también practica la ejecución de vecindad, bombardeando inmuebles enteros para alcanzar a un sospechoso e, incluso, desde los ataques del 7 de octubre, convirtiendo en objetivo todo un territorio: todos los residentes en la Franja de Gaza deben pagar por las masacres de Hamás”.

Llegamos al medio año desde que el gobierno de Netanyahu decidió atacar despiadadamente esa estrecha franja de Gaza tan cruelmente que la Corte Internacional de Justicia avisó de que se estaba cometiendo un genocidio contra la población palestina y, recientemente, el Consejo General de las Naciones Unidas aprobó el pasado 25 de marzo una resolución pidiendo un alto el fuego inmediato.

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Ya sabemos cómo ha respondido Israel a estas dos resoluciones: asediando y atacando tanto a la población civil como a hospitales, sin que atienda a ninguno de los organismos internacionales de los que nos hemos dotado para evitar la barbarie de los castigos colectivos que ha padecido la humanidad a lo largo de su historia, por lo que, tras los últimos acontecimientos, uno tiende a pensar que, a pesar de los grandes esfuerzos realizados a lo largo de los siglos, no salimos de esa barbarie en la que parece que estaremos condenados a vivir.

Para cerrar, quisiera apuntar que como ilustración de este texto he acudido a uno de los dibujos que recogí en las aulas tras el atentado del 11M de 2004 en la estación de Atocha de Madrid. Pero es que los atentados de los grupos terroristas, como Al Qaeda en este caso, ya es puro salvajismo, pues no representan a ninguna autoridad que emana de algún Estado, sino a la lógica de que el mayor daño a la población civil conlleva mayor poder basado en el terror ellos que ejercen.

AURELIANO SÁINZ

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