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Rafael Soto | Jodidos todos

La tarde está nublada y me duelen la cabeza y los ojos. Una migraña de cojones. Estoy en uno de esos días de mierda en los que te preguntas para qué demonios te levantas de la cama. Tengo una cita médica importante y dejo el trabajo sobre las cuatro de la tarde.


Antes de salir, me entero de que Rusia ha anunciado que reducirá su actividad militar en el norte de Ucrania. Pienso en Chernígov y en la masacre, al sur, de Mariúpol. Pienso en los refugiados ucranianos. Pienso en esos jóvenes soldados rusos, lisiados por la guerra, que recibieron una medalla de su Gobierno. Pienso que todo esto es una jodienda de cuidado.

Cojo el autobús y me dirijo a la consulta con la esperanza de que no haya mucho retraso. Allí me entero de que, por un error administrativo, una chica se quedó sin su cita. Como la sala está ya vacía, la pobre mujer me cuenta sus penas y me pide entrar para pedirle al médico que la atienda. No encuentro inconvenientes a su petición.

Me llaman para entrar y dejo pasar a la chica. Cuando sale, me indica que el doctor la atenderá después de verme a mí. Buena señal. En efecto, para mi sorpresa, el doctor no es un capullo arrogante como los que me suelo encontrar. Es un latino joven, simpático y que no duda en responderme a todas mis preguntas. Salgo satisfecho de la consulta.

Me dirijo a una farmacia cercana para adquirir los medicamentos prescritos. De camino, observo un nuevo negocio cerrado al que había ido alguna vez. Miseria por doquier. Me sigue doliendo la cabeza. Llego al establecimiento y, mientras espero a que me atiendan, aparece una señora que me pide la vez.

Se va la persona que tenía delante y, antes de atenderme, la señora que estaba detrás de mí pregunta desde lejos a la farmacéutica si ya estaba su medicación. Ella le responde que tiene que verlo. Aparece otro farmacéutico detrás del mostrador y le atiende.

Esta mujer despierta mi curiosidad. Se trata de una chica bajita y con gafas, de mediana edad. En especial, me sorprende la manera en que le responden. La conocen y la tratan con cierto punto de infantilismo.

La mujer es agradable y habla mucho. Hasta me incluye en la conversación. Yo noto algo raro en su forma de hablar. Parecía medio dormida, drogada o algo. Le indican que todavía no le toca la medicación. Ella dice que no sabe qué hacer, si ir al médico de urgencia o quedarse en casa. Se queja de que estaba fatal con “las voces”.

Todo cuadraba. Era una paciente de salud mental. Me sorprendió la naturalidad con la que nos hablaba de su problema. ¿Quién va al médico para esperar no sé cuántas horas y, quizá, volverse con las manos vacías? Y eso si no la trataban mal. Los farmacéuticos la escuchan y le aconsejan.

A pesar del interés que me despierta el tema, he pagado y no encuentro motivos para permanecer en la farmacia. Tampoco tengo conocimientos para asesorarla, ni soy quién. Me despido sabiéndola en buenas manos y salgo del establecimiento. Voy a la parada del autobús para volver al trabajo, mientras que reflexiono sobre lo que había escuchado.

Sin lugar a dudas, la salud mental es la hermana pobre de la sanidad pública. Un sistema público de salud que está hecho una mierda. Íñigo Errejón, el único político que me genera cierto respeto en el Congreso, reconoció allí mismo que había necesitado de atención especializada y solicitó que aumentara el número de psicólogos y psiquiatras en la Sanidad Pública. Durante la intervención, un diputado de dudosa capacidad intelectual le gritó que se fuera al médico de manera despectiva.

Ya en el autobús, logro sentarme en un asiento cómodo. Miro el móvil y, entre las noticias, me encuentro un texto de 'El País' sobre las novedades educativas. Me horroriza pensar en lo que le han hecho a la Filosofía, así como el imparable descenso del nivel educativo.

La enseñanza pública va a perder todavía más calidad, si cabe. Un servicio impagable a la privada, que gozará de aquellos alumnos cuyos padres puedan y quieran permitirse una educación más esmerada. Por otro lado, me incomoda comprobar el marcado carácter adoctrinador que tendrán las aulas en los próximos años. Incultos, sí, pero ‘progres’ muy ‘progres’.

Veo un futuro muy negro para todas, todes, todis, todos y todus. Negro tirando a rojiblanco porque, como bien escribió Roger Wolfe en su Glosa a Celaya, “La poesía / es un arma / cargada de futuro. / Y el futuro / es del Banco / de Santander”.

Miro a mi alrededor. Me vienen a la cabeza los hechos de Ucrania, lo que he vivido esa tarde y otras miserias con las que no deseo aburrir. Lo cierto es que no puedo evitar un profundo sentimiento de asco por la humanidad. El dolor de cabeza me produce fatiga.

Sin embargo, echo un rápido vistazo a las personas que comparten ese autobús conmigo. El asco se disipa y me viene una sensación de hermandad y solidaridad hacia ellos. “Estamos jodidos todos”, pensé.

Quizá, compartir la misma mierda sea lo que una a las personas. O, quizá, el dolor de cabeza me hace pensar en gilipolleces. Cierro los ojos con fuerza y hago el intento de controlar la respiración. Con suerte, quizá logre que se disipe el dolor. Aunque solo sea un poco.

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO