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Antonio López Hidalgo | Un truco que siempre funciona

Estaba leyendo un texto teatral de Alessandro Barico, el mismo texto que escribió para el actor Eugenio Allegri y el director Gabriele Vacis. Y opinaba, al igual que el autor, ahora que lo tenía entre sus manos en formato libro, que era un texto que se mantenía en vilo entre una auténtica puesta en escena y un relato para leer en voz alta. También le parecía, como al mismo autor, que era una historia hermosa que valía la pena contar. Se trataba de la leyenda del pianista en el océano: Novecento.


De entre sus páginas desgajó un párrafo que parecía más propio de su vida que del guion del escritor italiano. Y lo leyó en voz baja, escuchándolo, recreándose en la verdad honda que escondía: “No hay quien lo entienda. Es una de esas cosas que es mejor no pensarlas, porque si no puedes acabar volviéndote loco. Cuando se cae un cuadro. Cuando despiertas una mañana y ya no la amas. Cuando abres el periódico y lees que ha estallado la guerra. Cuando ves un tren y piensas tengo que largarme de aquí. Cuando te miras en el espejo y te das cuenta de que eres viejo.”

Fue entonces cuando alzó la vista y ella estaba allí. Sí. Habían pasado los años. Inevitablemente, la vida había cruzado un ecuador ya transitado y vacío. Se sentó frente a él con su asentimiento. Tenía los ojos cansados de otras tardes que ya declinaron, aunque todavía firmes y enigmáticos. Y la mirada hermosa de su juventud. Era la mirada de una mujer que amó siempre al mismo hombre, pero que vivió con otro que la cuidó en los días difíciles y respetó sus balbuceos y convicciones. El tiempo raspa como una lija cualquier cavilación que cae presa en su piel. Eso pensaba ella. Y así se lo dijo.

Él no sabía qué decir ahora cuando el presente crecía frente a un tiempo pretérito, libre como una gaviota libre y mansa. Ella le dijo que no había pasado un día en su vida que no se hubiera acordado de él. Sin nostalgia y sin rechazo. Con la aceptación y la derrota que cualquiera adopta como una segunda piel, escondida bajo la epidermis, donde duelen menos los sentimientos y donde es más fácil simular que nada pasa, donde se puede negar toda sospecha, donde ayuda a vivir con la esperanza última que siempre viaja en otro departamento del mismo tren.

Él la miraba como quien descubre que él también había escenificado otra obra teatral que alguien le había asignado sin su consentimiento, pero cuya interpretación había sido no solo correcta, sino aplaudida con éxito mientras se tambaleaba entre las tablas de la confusión. No es posible vivir tantos años, pensó en aquel momento, sin saber con precisión qué destino era el propio, cómo uno se puede engañar hora tras hora, minuto a minuto, sumando décadas y décadas, con los huesos oxidados de dormir en un sueño ajeno, buscando otros brazos que también buscan los suyos pero que son otros. Apretarse al cuerpo equivocado, desearlo incluso, amarlo incluso cuando el frío empuja a los amantes al engaño mutuo.

Él no supo qué decir. Nunca supo. Ahora se puede entender. Porque la serenidad que ofrece la edad siempre compensa con esa sensación de un olvido alquitranado que pesa demasiado para cargarlo a la espalda. Cada cual va dejando atrás los trasuntos de solvencia irreversible. La luz de las tardes nunca se apaga, aunque, cuando nos sentamos frente al mar, sabemos que una tormenta se esconde debajo de la arena, prensada y doblada como una sábana limpia para almacenar en el armario, donde los utillajes de la vida recobran una animación prestada que desordena nuestra voluntad amputada.

Ella le dice que solo vino a eso, a decirle que nunca le olvidó, que era imposible hacerlo, que no hubiera podido intentarlo siquiera. Se lo decía ahora que el tiempo pudría los abrazos como racimos de uvas secas, y las primaveras eran eternas en la casa vacía, y los recuerdos no se pueden envolver para tirar o vender al mejor postor. Nadie se puede desprender ni del tiempo vivido ni de los sueños que no fueron realidad, sobre todo de los sueños que siempre estuvieron a nuestro lado y duermen ingrávidos un vacío de penumbras apagadas.

Él volvió a mirarla con esa felicidad fatua que cualquiera desecha. Ella no dijo nada. Los años la habían embellecido aún más. Conservaba esa pequeña sonrisa que la infantilizaba y que él siempre deseó. Ella se puso en pie y, al despedirse, le besó los cabellos ya canos. Solo le dijo, despeinándolo: Sigues siendo el mismo. La vio caminar y subir la avenida. No supo qué decir ni por qué no dijo nada. Abrió el libro por cualquier página y encontró otro párrafo que también parecía sacado de su vida: “Iba tirando a base de fantasía y de recuerdos, y es lo único que puedes hacer, a veces, para salvarte, no hay nada más. Un truco de pobres, pero que siempre funciona.”

Después se levantó y salió a la calle. Comenzó a caminar en dirección contraria hacia donde ella iba. Esbozó una sonrisa leve. Ahora tenía la sensación confirmada de que había vivido una existencia prestada, pero no se sintió pesaroso. Sabía que ella hoy también pensaría en él. Tal vez esta sea otra manera de vivir, pensó. Cuando cruzó la esquina todavía esbozaba una sonrisa aún más pronunciada y volátil.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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