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Remedios Fariñas | La Meli

Por las calles blancas de cal y las grandes casonas señoriales de su pueblo pasea su desamor. Con sus tacones gastados de tantas guerras y sus chales medio raídos va moviendo sus caderas en un andar lento y candencioso. Lleva a cuestas su cruz y su pena en las miradas desdeñosas de sus paisanos. Y también carga con un corazón de oro, para los desheredados.


Al nacer le pusieron Manuel de nombre, pero nunca, nunca fue hombre: ella era la más mujer de todas las mujeres. La Meli no tiene a nadie en esta vida de perros, esta vida que forjó su destino cruel. Con sus trajes y su peluca morena, cargando con las burlas y los desprecios, con las murmuraciones, con la mezquindad de todo un pueblo.

Frente a todos y escandalizado a todos, La Meli se ponía el mundo por montera y no le importaba nadie. Es lo que les suele pasar a estas almas libres que se dan de vez en cuando en este mundo tan hipócrita.

Conoció a un compañero, pensó que se le acababa la soledad y el andar como una trotaconventos de noche y día. Sin embargo, un mal bicho, en una noche oscura y desgraciada, prendió fuego a la casucha donde malvivían y perdió a su compañero del alma y de desdichas.

La Meli desde entonces no vive, no quiere esa maldita realidad que le tocó vivir. Se evade en otro mundo y solo quiere irse a su particular cielo donde él la estará esperando. Mientras tanto, pide limosna en la puerta de la iglesia porque el cura no la deja entrar. ¡Qué escándalo para sus feligreses! Sin embargo, La Meli cree en su propio dios y sabe que no necesita de misas ni de plegarias para reunirse con su amor.

En una calurosa madrugada del mes de agosto, un incendio que nadie se molestó en apagar acabó con su pobre casa y con la vida del ser que más había querido en el mundo. Todos miraban y no hacían nada, y ella veía cómo las llamas consumían lo único que tenía y había tenido en este mundo atroz. Pero a ella no la dejaban apagar las llamas, ni la dejaban recuperar los únicos momentos felices de su triste vida.

Hoy no recuerda nada de todo aquello: tan solo echa de menos al compañero de vida de tanto tiempo. En la procesión de Padre Jesús camina detrás del Cristo, con su mantilla negra, como su vida, y sus tacones torcidos sin tapas. Ella va despacito, detrás de las santurronas y de las beatas, pidiéndole no se sabe si a Padre Jesús o a su dios particular –vaya usted a saber– que la lleve a donde esté su Manuel.

REMEDIOS FARIÑAS
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