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José Antonio Hernández | Las canas

En la actualidad, la mayoría de nosotros, a no ser que nos veamos sorprendidos por una enfermedad mortal o por un accidente trágico, nos encaminamos con relativa rapidez hacia una dilatada ancianidad. A mi juicio, debería ser normal que nos preguntáramos cómo estamos viviendo o cómo viviremos ese último recorrido que, si lo preparamos con habilidad, con esmero y con sabiduría, podría ser el tiempo adecuado para recuperar oportunidades, para aprender y para emprender los caminos de una longevidad lo más grata posible, para abrir puertas a lo desconocido, para escribir páginas aún en blanco, para extraer enseñanzas de las dolencias y de las limitaciones físicas y, en resumen, para vivir, para disfrutar y para celebrar lo que nos queda de vida.


Tengo la impresión de que, en contra de la opinión generalizada, el futuro, más que de los jóvenes, puede ser de los mayores porque, como revelan las estadísticas, el número de los nacimientos está descendiendo mientras que la cantidad media de vida de los ancianos está aumentando.

En contra de las apariencias, rendir culto a la juventud es una práctica engañosa que nos conduce a desarrollar unos esfuerzos inútiles y frustrantes. Por muchos que nos afanemos, nunca lograremos disimular totalmente las marcas corporales del paso del tiempo.

A veces, lo único que conseguimos es engañarnos a nosotros mismos con esas maneras ingenuas y contraproducentes, y lo único que hacemos es acentuar el inútil rechazo de la vejez. Esos procedimientos se convierten en manifestaciones claras de nuestros miedos a parecer lo que somos. Son formas infantiles de engañarnos y de falsificar el paso del tiempo.

Con esos comportamientos ingenuos ponemos de manifiesto que no somos capaces de advertir que la edad humaniza el paso del tiempo ni que la pretensión de una eterna juventud, repetida desde la mitología griega y romana, y un tema en las canciones populares, es un recurso publicitario mentiroso y contradictorio. Es una manera burda de mentir y de mentirnos. Por eso aplaudo a quienes, en vez de disimular, presumen de sus canas.

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO