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Antonio López Hidalgo | La guerra ¿perdida? de los pobres

Eric Vuillard publica estos días un libro titulado La guerra de los pobres. En esta novela breve trata los acontecidos en el año 1954 cuando los campesinos se sublevan en el sur de Alemania. Al escritor francés no le gusta la ficción, prefiere desentrañar las claves que nos atan a esta tierra, perseguir el significado oculto de la Historia, que se repite y se vuelve a repetir a través de los siglos como un estribillo pretencioso y fallido, siempre fallido.

En este y en otros libros, Vuillard insiste en conocer las claves de estas sublevaciones populares que unen en rebeldía a artesanos, obreros, mineros, campesinos, pescadores, carpinteros, herreros, administrativos, camareros, albañiles y ese tan largo etcétera de seres humanos que viven con aprietos a final de mes, que sueñan con un futuro ostentoso y feliz para los hijos, que sueñan sabiendo que los sueños, sueños son, sublevaciones que siempre caen en saco roto.

Para él, el 14 de Julio con el asalto a la Bastilla o la revuelta campesina dirigida por un teólogo radical en la Alemania del siglo XVI mantienen una estrecha relación con las protestas de los chalecos amarillos o del movimiento Black Lives Matter. Porque todas son segmentos troceados de una revolución común que se pierde en la Historia, que fracasa en cada tramo y se reanuda de nuevo en otro siglo y en otro país. 

Pero siempre son movimientos que se encienden con el mismo combustible que enardece la injusticia y se disuelven por la misma razón que Vuillard rechaza de plano: por el simple hecho de que los pobres estén condenados a ser pobres para siempre.

En su novela 14 de Julio, el escritor francés narra el asalto a la Bastilla. No hay personajes ficticios, solo reales. De algunos, solo han llegado hasta nosotros algunos datos: el oficio o cómo murieron en este asalto. Los protagonistas del relato son gentes anónimas impulsadas por el hambre y la miseria, individuos sin derechos que convulsionaron un régimen arcaico para dar un nuevo sentido a la Historia. Ahora, en La guerra de los pobres, Vuillard nos describe la rebelión campesina dirigida por Thomas Müntzer contra los príncipes alemanes en el contexto de la Reforma, muy lejos del discurso oficial.

Este levantamiento se extiende, gana pronto adeptos en Suiza y Alsacia. El teólogo Thomas Müntzer lucha junto a los insurgentes. Su vida es de novela, pero él es también protagonista de la Historia. Su final será trágico, como el de sus seguidores. 

Dice su autor: “Decidió asumir sus quejas y exigir la igualdad no sólo en el cielo, sino en la tierra. Hay muy pocos intelectuales, y menos curas, que toman el lado del pueblo de forma tan clara”. Claro, si los pobres heredarán el paraíso del más allá, qué necesidad habrá de que también gocen en esta vida.

La Iglesia –todas las Iglesias– lo ha proclamado durante siglos a los cuatro vientos. Dejad a los ricos su alegría fugaz y libertina, someteos como posesos a la miseria y a la pobreza, a la desesperación y a la bienaventuranza, porque vuestra felicidad está en el cielo. 

Pero ellos, los pobres, de vez en cuando olvidan su sino y vuelven a tomar las calles, a romper escaparates, a quemar coches. Hay en el fondo, pensarán los ricos, una obstinada tendencia a no escatimar en aspiraciones, a desear lo que no les pertenece, a no entender que su condena es eterna.

Vuillard se niega a pensar que la lucha de los pobres ha sucumbido para siempre. Lejos de esa presunción, sospecha que un día u otro volverán a rebelarse contra un destino impuesto. En su última novela escribe: “Las querellas sobre el más allá nos llevan en realidad a las cosas de este mundo. Tal es el efecto que ejercen sobre nosotros esas teologías agresivas. Solo así entendemos su lenguaje. Su impetuosidad es una expresión violenta de la miseria”. Y añade: “La plebe se enfurece. ¡A los campesinos el heno! ¡A los jornaleros el polvo! ¡A los vagabundos la moneda! ¡Y a nosotros las palabras! Las palabras, que son otra convulsión de las cosas”.

Las palabras, claro. Las palabras que son piezas mágicas y mordaces del discurso, del sermón, del mitin, de la falacia, pero también de la verdad. Al final del libro, el pueblo está en pie, dispuesto a cambiar el rumbo de la Historia. Pero cómo se hace eso. Escribe Vuillard: “Comenzaba a propagarse un vago temor. ¿Qué decisión tomar? Jamás se había visto eso. Todo el mundo dejaba tras de sí su casa, su choza, y se sumaba a la multitud errante. ¿Y adónde iba toda esa gente? Lo ignoraban”. 

Sí, lo ignoraban. Ignoraban cómo se cambia la Historia, porque solo les enseñaron el camino zigzagueante que los llevará a la otra vida, pero no el aliciente necesario para cambiar este mundo. Confundidos, se someterán hasta la siguiente intentona que, piensan, los llevará al poder, rezarán cada uno a su dios, pensarán en un más allá donde todos serán iguales. Los ricos, probablemente, también.

Y mientras tanto, votarán a fuerzas de derechas, se limitarán a cumplir su horario laboral y a pagar las letras de su hipoteca, a mirar con miedo al cielo porque dios es justo, pero también justiciero, muy justiciero. En esta y en todas las religiones. Conviene tener miedo a la disidencia para evitar un final como el de Müntzer. El escritor francés lo describe así: “Qué pequeño es un hombre, es frágil y violento, inconstante y severo, enérgico y lleno de angustia. Una mirada. Un rostro. Una piel. De repente cae el hacha y troncha el cuello”.

Los libros de Eric Vuillard no son novelas históricas. Ese es un género falso, no sirve para contar cómo es el alma humana. Sus relatos son una mezcla de Literatura y de Historia, una hibridación donde estos seres que vivieron y fueron protagonistas de hechos reveladores están dotados también de esa fuerza espiritual que la Historia no alcanza a describir con detalle pero que la Literatura moldea a sus anchas. 

A fin de cuentas, son criaturas que siempre encabezan la guerra perpetua de los pobres, una guerra perdida siglo tras siglo pero que siempre renace con igual ímpetu y en la que Eric Vuillard cree a pies juntillas y en la que nosotros también debiéramos creer y participar. Igual es cierto que la Historia siempre da otra oportunidad y no hay que esperar al más allá para pensar que la igualdad puede ser posible mientras estemos vivos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO