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Juan Navarro | El lobo marino

Esta mañana, mientras paseaba por el puerto, me encontré con un señor, ya mayor, que estaba observando el horizonte. Al verlo algo triste, me dirigí a él y al mirarlo tan de cerca, me preguntó si quería algo. En ese momento me di cuenta de que tenía ganas de hablar: pude notarlo en la expresión de su cara. Por eso no dudé en preguntarle si deseaba que hablásemos.



–Como quieras, hablemos –apuntó el señor.

–¿Cuántos años tiene usted?

–Pues unos pocos, ya no me acuerdo. Tal vez te triplique la edad. He tenido una vida muy ajetreada y la he vivido intensamente en todos los frentes.

–¿Por qué no me la explica? –me atreví a preguntarle.

–Si no tiene mucha importancia, pero te la voy a contar un poco. Yo de niño, con catorce años, me quedé huérfano y sin hermanos. Los vecinos, buena gente, me querían ingresar en un internado pero yo, en cuanto me di cuenta, me fui. Yo vivía aquí en Barcelona y me dirigí una mañana al puerto. Había muchos barcos cargando mercancías, llenando sus bodegas, y se me ocurrió una idea.

Así que, después de observar uno muy grande, le pregunté a un marino hacia dónde se dirigía  y me aseguró que daría la vuelta al mundo cargando y descargando durante dos años, viajando por Canarias, Puerto Rico... Yo pensé que pondría esconderme hasta que el barco zarpase de Canarias y, una vez estuviera en aguas internacionales, me presentaría al capitán.

El señor me explicó que esperó a la mañana siguiente para, con un poco de suerte, entrar en el barco como polizón.

–Esperé a que oscureciese y tuve suerte. Se quedó una noche cerrada y oscura y, a las dos de la mañana, cuando todo el mundo dormía, con una bolsa me colgué en las escalerillas y ascendí hasta la popa. Una vez allí, me introduje en un bote salvavidas y esperé.

Lo que me ocurrió es que, al tercer día de estar escondido, tenía un hambre de narices. Por la noche me acerqué a la cocina buscando comida y me aprovisioné para unos días. Una vez que el barco partió de Canarias, me presenté al capitán y le expliqué que me había quedado huérfano.

Le rogué que no me denunciara, que trabajaría para él y que no le causaría ningún problema, pero que me permitiese continuar en el barco, pues mis vecinos querían ingresarme en un internado, y por eso había huído.

El anciano me contó que el capitán aceptó acogerlo en el barco con la única condición de que volvería a embarcar después de cada una de las paradas previstas. Además, le haría un contrato, pues ya tenía los catorce años cumplidos. El capitán le acompañó hasta el contramaestre, Antoine, quien sería el encargado de emplearlo en la sala de máquinas como engrasador.

–Me lo pasaba bien –recordó el señor–. Antoine era un tipo extraordinario y me cogió mucho cariño. He conocido muchos países y mujeres extraordinarias. El contramaestre me llevó por primera vez a un prostíbulo en Haití, con unas mujeres bellísimas. Yo tendría unos 16 años. Y así, de puerto en puerto y de club en club, nunca más abandoné el barco: era mi casa y todos me querían.

Yo me encontraba feliz pero llegó la hora de la jubilación y la frustración. Aquí me tienes, me busqué una residencia que me podía pagar, pues ahorré algún dinero y, con la pensión, voy tirando. Eso sí, más solo que un perro vagabundo.

El señor siguió hablando mientras yo le escuchaba atentamente.

–Por las mañanas me vengo al puerto, nostalgia de mi vida de marinero, pero una vez entro en la residencia me encuentro muy solo y encajonado. En los prostíbulos ya no encuentro distracción, ni atracción. Y me está muy bien empleado, porque fui muy egoísta.

Me tendría que haber casado y haber formado una familia, y ahora no estaría tan solo. Pero mi juventud me la pasaba de prostíbulo en prostíbulo. Conozco todos los burdeles de todos los puertos. Con Antoine me lo pasaba de fabula y no pensé ni por un momento en la vejez.

Y aquí me tienes, solo como la una por mi mala cabeza. Pero chico, esto es la vida. Yo la quise así y estas son ahora las consecuencias tristes para mí –me aseguró el señor, que no dudó en darme un consejo–. Ordena tu vida, cásate o bien busca una compañera, pero no quieras ser un lobo solitario como yo, que cuando llegues a la vejez te encontrarás solo y sin nadie que te quiera.

Le agradecí su consejo y decidí que era momento de marcharme. Mientras, él se quedó observando el mar con nostalgia de lobo marino.

JUAN NAVARRO COMINO