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María Jesús Sánchez | Perro

Entre columnas que cambian de color, en el patio de la antigua Audiencia que vio la condena a cárcel de Cervantes por dedicarse al feo oficio de la recaudación, apareció el poeta, el trovador, el narrador de historias de nihilismo ruso. El público, entregado, se levantó a recibirlo golpeando una mano contra otra con fuerza, con mucha fuerza, en señal de agradecimiento por compartir el don que las hadas le otorgaron.



El tiempo ha sido generoso con él: figura estilizada, cabeza poblada de cabello... y de ideas. Un sesentañero muy atractivo. No venía solo. Lo acompañaba un músico de instrumentos de viento que haría bailar hasta a la serpiente del Génesis. En las notas de su saxo sería yo eternamente feliz. Dejadme allí y columpiadme en movimiento armónico.

Un guitarrista del barrio de Gràcia paseaba con el licenciado en Letras y Filosofía por las calles de Memphis, por Río de Janeiro, por el malecón de La Habana y por todos los rincones del lindo Méjico. Yo no conocía las letras, eso era lo mejor. Podía escuchar, perseguir cada palabra, esperando la siguiente.

Miles de historias cantadas con esa voz reconocible de los ochenta, que ha ganado en serenidad, pero que no ha perdido ni un ápice de su seducción. Una idea pasa por mi cabeza. Él es el sobreviviente de una generación que entró en un laberinto del que era difícil salir. Yo creo que lo que lo salvó a él fueron sus inquietudes. La cultura le enseñó el camino, fue el hilo de seda que le permitió continuar y que iluminó la cueva del Minotauro.

Los mejores momentos son aquellos en los que eres consciente de que estás viviendo algo que va a quedar en tu memoria para siempre. Dentro de mí sentía que era feliz y que esa sensación iba a vibrar en mí cada vez que volviera a escuchar su voz.

Cuando pensé que no podía subir más, tras las lágrimas llegó el poema de Edgar Allan Poe disfrazado de canción de amor eterno. "Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar...". Anabel Lis nos observaba desde una nube, sentada al lado de la hermana de Santiago Auserón. Yo, mientras, me volvía aire, luna, noche.

Los años han convertido su sonrisa en ternura, pero de vez en cuando pone su mirada de rabia, esa que siempre volvió locas a las mujeres que eran capaces de ver al hombre guapo que él siempre quiso ocultar.

Juan Perro esconde a un ser humano que conoce el alma de los hombres, que sabe que "la cosa pierde color cuando la piensas dos veces y más dispuesto pareces a pensar en lo peor", que conoció a muchas bellas negras flores, que la piel tiene 37 grados, que hay que rezarle a la luna de agosto y que algunas chicas de los ochenta escuchaban a sus madres y no se dejaban tocar. Nadie ha definido mejor el deseo o la pasión. Esta noche me quedo con Han caído los dos.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ